Normandie

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domingo, 22 de octubre de 2017

Epifanía de un cuento estructurado

Si escribo un cuento debo inexcusablemente buscar un conflicto que le dé sentido y nombre. Mientras escribo, se va narrando en el texto mi propio conflicto: ¿si no subyace un conflicto explícito esto que escribo no se llama cuento? ¿no es digno de ese nombre? Y este razonamiento me lleva a iniciar la búsqueda de una categorización para el texto que ahora tecleo.

Una vez llegados aquí se precisa un punto de giro, así que me pongo a girar hasta que la brújula cambia de orientación aun sin haberme movido de donde me encontraba. Una vez introducido en el pre-giro el texto al que cuento no puedo llamar, continúo buscando un desarrollo escénico-temporal y el personaje principal o protagonista que identifico fácilmente centrando la idea de que sea el propio texto. Y otro que le acompaña para ayudarle a conseguir su éxito o, lamentablemente, a fracasar. Me decido por un personaje facilitador que será quien encuentre este escrito tirado, abandonado sobre una mesa del Starbucks de la plaza de Neptuno, a las seis y media de la tarde.
El tal personaje que lo encuentra echa una ojeada a su alrededor, coge el texto ajeno con curiosidad primero, con avaricia después y lo esconde en su bolsillo. Pide el té chai latte con leche de soja y pastel de zanahoria y se sienta, relajado, en un cómodo sofá con cara de autor consagrado. Saca el texto hurtado y se pregunta antes de abrirlo: ¿qué será esto? Es el preciso instante en que se descubre el conflicto que hace digno de su nombre a este cuento: Cuento. Me llamo Cuento.
Costaba hilar las frases, pero no por mor de lo estético, sino por encorsetar las ideas a las normas, buscar conflicto ¿es esto un conflicto? buscar puntos de giro, desarrollar, buscar cierre con epifanía. Por dónde empezar. A estas alturas, tras veinte líneas, aún estoy preguntándome qué es lo que quiero contar. Por descontado evitando lo abstracto, que lo personal y concreto tiene más tirón. Y es que la teoría me ha calado, pero no es suficiente.
Se me acaba de ocurrir al releer lo que hasta aquí ha salido que estoy escribiendo al estilo del soneto que mandó hacer Violante, con la esperanza de terminar con tamaño éxito. Cuando menos con el ejercicio de una práctica que agilice mis dedos y mi arte de la costura de palabras. Dicen que el bloqueo es la peste del escritor, bueno, no, la peste no, solo la anemia. Y, tras echarle unas vitaminas, el ejercicio y el entrenamiento constante es lo que da la forma y las medallas. En eso estamos.
Y ya voy impacientándome porque se acerca el segundo y final punto de giro y aún no he resuelto la trama.
Aquí, ya sin remedio, tengo que realizar el giro que puede salvarme o llevarme a la desgracia. Veo cómo el cuento se escapa de mis manos, de mi control, y se encuentra inoculado en la cabeza del lector que ahora lo está leyendo.



No acierto a adivinar por qué parece que este cuento me habla a mí y cómo ha detectado que lo estoy leyendo yo. Ciertamente desde el inicio de la lectura tuve la sensación de que era a mí, al lector, a quien se aferraba para salvar la vida y, desde luego, si he llegado hasta aquí, es porque me ha traído a donde me quería llevar que, por lo que es evidente ya, es al fin del cuento. Ahora ha llegado el momento de preguntar: ¿he leído un cuento?

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