“…habría que
fatigar los recursos del idioma inglés y bandadas enteras e ilegítimas de palabras
tendrían que nacer a la vida antes que una mujer pueda decir lo que sucede
cuando entra en un cuarto. Los cuartos difieren tanto… Porque las mujeres han
estado sentadas ahí adentro,
todos estos millones de años.”
Virginia
Woolf
Un cuarto propio,
1929
Mi jefe se había empeñado en que lo vintage vendía y, con su habitual
seguridad en sí mismo, nos comunicó que los de mejor presencia, bueno, los que
podíamos permitirnos un traje presentable y mantener una conversación sin
atorarnos, teníamos que ir a vender libros por las casas. Como en los sesenta.
Y ahí me tenéis pensando cómo haría para ir de puerta en puerta, en la era de
las redes sociales y de los e-books, intentando
vender libros al viejo estilo; cómo conseguiría superar la primera barrera que supone
entrar en un portal elegido al azar, para después poder situarme delante de la
puerta de uno de los vecinos de esa comunidad. Salí a la calle con una cartera
llena de libros y comencé a caminar hacia el metro.
CUARTO NÚMERO 1
Viendo pasar las estaciones, me acordé de lo que
siempre le oía comentar a mi madre: que los ancianos siempre abren a los repartidores
de publicidad, así los adviertan de lo peligroso que puede resultar dejar
entrar en casa a un extraño, que casos se han dado que se pueden ver a menudo
en los periódicos. Animado por este razonamiento, me bajé en la estación de un
barrio antiguo, de casas construidas en la postguerra con material de derribo y
calles estrechas con tiendas de barrio por las que pasean ancianos encorvados
en sus bastones. Y como había supuesto, el primer portal al que llamé se abrió
sin dificultad. No tuve siquiera que decidir a qué piso subir ya que la
portería estaba abierta y allí mismo me colé. Era un cuarto oscuro que olía a
humedad y a caldero de sopa cociendo en la cocina. Mesa camilla con faldas de
flores y un plástico redondo armado sobre un tapete de ganchillo para proteger
del polvo y las manchas. Un frutero de cerámica imitando una cesta pretendía dar
un toque hogareño con frutas de cera desconchada en su interior. Las paredes que
fueron un día de papel pintado, habían sido repintadas encima para adecentar a
bajo coste el cuartito. Sobre el radiador, ropa interior recién lavada dejando
ese olor a jabón de los recuerdos, intentaba secarse, a pesar de haber sido dejadas
sin cuidado unas prendas sobre otras. Una sola silla para una sola anciana, qué
necesidad de más. Una vida solitaria que había visto más de lo que una
quisiera, allí en la entrada del edificio gastado, como ahora lo estaba la
portera.
-
¿Qué hace aquí? Me
preguntó al verme, sorprendida, apoyada en un par de muletas.
- Le traigo un libro
de poesía que le va a encantar, para leer cuando se sienta sola.
- Para poesías estoy
yo … ¡no ve que mi vida es ya todo un poema!
CUARTO NÚMERO 2
- ¿Eres tú, Plácido?
¡Qué alegría! Sabía que no tenían razón, que no te habías ido, que era cuestión
de tiempo que volvieras por mí.
-
Le traigo…, querida,
te traigo, para compensar mi tardanza, un bello libro de poemas. El tiempo ha
pasado sin consciencia porque buscaba el más maravilloso libro de poemas para
ti, el que mejor podía encajar en tus prodigiosas manos de pianista, y cuando
encontré el que buscaba, el que te merecía y solo entonces, me decidí a volver.
Desapareció su mirada emocionada de la
mirilla y oí un fuerte golpe contra el suelo. Apretando el libro en mi mano me encaminé
de nuevo hacia la escalera.
CUARTO NÚMERO 3
Cada descansillo
tenía dos puertas, una en cada extremo. Las mirillas parecían estar
observándote mientras pasabas por delante para acceder al piso de arriba.
Estaba ya en el tramo de escalera que llevaba al tercero cuando escuché que
alguien chistaba desde abajo.
― Chhhss, chsss,
oye, baja…
― ¿Es a mí?
Pregunté incrédulo.
― Si, a quién va a
ser… ¿hay alguien más en la escalera? Vas a ver a la hija de Doña Rosa ¿verdad?
― Yo, eh, bueno,
sí le traigo libros… ¿le gustan a usted los libros?
― Pasa, entra, no
quiero que me vean contigo.
El cuarto era
oscuro y hacía frío. Rocé con el brazo una pared y la sentí húmeda, tenía la
sensación de que el pasillo se estrechaba para tocarme, para identificarme,
para desentrañar el error de mi presencia allí. Los balcones estaban ocultos
tras sendos cortinajes de terciopelo verde raído. Sobre la mesa de madera una
bombonera vacía daba un aspecto triste al cuarto. Le alargué un libro que
ignoró para decirme:
― Dile a esa
fresca de Doña Rosa que todos en el edificio sabemos lo que busca invitando
a jóvenes para las
clases de su hija, esa hija que nunca ha existido.
Salí atropellado del
cuarto mirando de vez en cuando hacia atrás, con temor, sintiendo que no
llegaría nunca a la puerta. Solo me tranquilicé cuando me encontré de nuevo en
la escalera. Pasé tan rápido como pude el tercer piso y me abalancé a la
claridad del cuarto.
CUARTO NÚMERO 4
El cuarto era el
último piso del edificio, por la ventana de la escalera entraba una
gratificante luz. Me aliviaba después de la oscuridad de los primeros cuartos
visitados. La puerta de la derecha lucía una chapa dorada en la que se podía leer:
FOTÓGRAFO. Llamé tímidamente con los nudillos, casi deseando que no me
abrieran. Una voz me indicó que entrara, estaba abierto, y que esperase en la
salita. La salita tenía un sofá y dos sillones de estilo. Por encima de estos,
un espejo de marco dorado ampliaba la sensación de espacio. Las paredes
enteladas y las fotografías repartidas por la habitación, daban un ambiente
acogedor a la salita. Saqué un par de libros mientras esperaba y cuando al fin
entró el fotógrafo, me saludó efusivamente:
― ¡Al fin ha
llegado con los libros! Ya pensé que llegaría tarde y me estropearía la escena.
Están a punto de llegar para la foto. Deme, deme los libros ¿Cuántos ha traído?
Veinte…pueden valer. Muy bien, me apañaré con estos. Gracias caballero. Dígale
al viejo Matías que me pasaré mañana a saldar cuentas. Y ahora, váyase, por
favor, que están a punto de llegar los clientes. Adiós, adiós… dijo empujándome
hacia la puerta.
CUARTO NÚMERO 5
Me quedé pasmado,
sin los libros, mirando a la puerta situada enfrente en el descansillo. En ese
instante llegó el ascensor y de él salió la portera que, sin reconocerme, me
invitó a seguirla para enseñarme la casa. En la puerta se podía ver un pequeño
cartel rotulado a mano, con letra insegura, que decía: SE ALQUILA.
― Pase, pase, esta
vivienda es la mejor del edificio, el cuartito es exterior y desde el balcón
puede ver toda la calle hasta perderse en el horizonte. Bonitas vistas del
atardecer. Limpio, reformado, cómodo y muy acogedor para gente joven, como
usted. Buenos vecinos en la comunidad. Va a estar muy contento de vivir aquí. Hasta
podría escribir un libro con las historias de esta escalera…porque tiene pinta
de escritor … ¿a qué he acertado? Tantos años en la portería me han dado un
buen ojo para la gente. Si yo le contara…
Y lo alquilé, aún
no sé qué me llevó a aceptar, pero aquí estoy, de pie, tratando de imaginar
cómo debe quedar mi propio cuarto para que yo pueda encajar en él, para que me
abrace cuando llegue cansado por la tarde y me invite a sentarme en el sillón
mirando al balcón, disfrutando el atardecer año tras año, pensando en qué
impresión sacaría un extraño que entrara por primera vez en él. Un escritorio
al lado del balcón, la luz entrando por la izquierda, un portátil, un flexo, una
máquina de café de esas de cápsulas que se llevan ahora en una mesita auxiliar
detrás del escritorio, paredes forradas de estanterías llenas de libros y una
butaquita enfrente del escritorio para cuando suba la portera.
Publicado en GENERACIÓN SUBWAY
Volumen VII
Homenaje a Virginia Woolf
Playa de Ákaba, febrero 2017