Normandie

Normandie

domingo, 22 de octubre de 2017

OCHO DÍGITOS

“CORIFEO: Hijo de Meneceo, obrar así con el amigo y con el enemigo de la ciudad, éste es tu gusto, y si, puedes hacer uso de la ley como quieras, sobre los muertos y sobre los que vivimos todavía.”
Sófocles
Antígona

EL JUEZ (Primer dígito)
Fui el primero en nacer de los dos gemelos que mi madre trajo al mundo y el único que sobrevivió al parto prematuro. Esto marcó mi vida y me ha convertido en quien soy. Es el inicio y la consecuencia. El origen. Mi padre siempre la culpó por no haber seguido estrictamente las recomendaciones del tocólogo, lo que se convirtió desde aquel desgraciado día en una malsana obsesión por el cumplimiento de las normas y en un maltrato psicológico constante hacía mi pobre madre. En cuanto a mí, me obligó desde niño a cumplir las estrictas normas de disciplina de la casa, que él mismo había redactado y colgado por las paredes de la vivienda: impensable discutirlas. Terminé estudiando Derecho, para conocer la naturaleza misma de normas y leyes con objeto de poder moverme con agilidad dentro de ellas o fuera de ellas y convertirme así en EL JUEZ que ahora soy. Tiro los dados: seis. Ahora es tu turno.



EL ENCIERRO (Segundo dígito)
Cuando desperté me encontraba en un cuarto sucio y oscuro que compartía con otros cinco. No distinguía bien si eran hombres o mujeres, debía haber estado llorando y el rimmel me emborronaba la visión. Intenté limpiar mis ojos con la mano izquierda, pero noté una mezcla de grasa y tierra que conseguía empeorar aún más mi vista. La dejé abierta delante de mí, evitando su contacto por la sensación de repugnancia. Quizá fue esa impresión la que me hizo acercar mi mano derecha a la cabeza para recolocar mi pelo que caía desordenado por mi cara. Debía llevar bastante tiempo allí porque sentí un tacto de estropajo y polvo que llevó a mi mano derecha a detenerse junto a la otra delante de mi mirada, intentando buscar en ellas una explicación a mi actual situación. Pero callaban, humilladas.
            Mis ojos se fueron acostumbrando a la penumbra y conseguí ver a otras cinco mujeres que estaban conmigo en la misma situación. Desde un punto cercano al techo y otro en un rincón cercano al suelo entraban sendas láminas de luz que confluían en el centro del recinto. Así puede ver a una que parecía una chiquilla: estaba recorriendo las paredes, palpado, buscando alguna opción de salida. Era casi adolescente, un corte de pelo imposible con un tinte azul eléctrico le daba personalidad, muy delgada, muy curiosa, y la que se mostraba más decidida de todas.
            Yo acababa de cumplir los sesenta y, aun en la situación en que me encontraba, me sentía bastante tranquila, mi mente no dejaba de buscar explicaciones y barajar posibilidades. Morena y regordeta, había vivido lo suficiente como para ir desgastando mi figura con los años y haber desarrollado una mente analítica. Iba pasando mi mirada de una a otra intentando buscar ese algo común que nos había reunido en esa habitación.
            En un rincón, arrebujada contra la pared, una pelirroja no dejaba de gimotear. Se la veía débil y descontrolada y estaba consiguiendo alterarme con su persistente desazón. No la distinguía bien y no podía ver sus facciones.  Parecía joven por el aspecto de sus pies descalzos.
            Cerca de mí una dormía, pero no con un sueño normal, dormía como si hubiera perdido el conocimiento o estuviera drogada, con una postura incomoda y desmadejada. Se adivinaba un bonito y cuidado pelo rubio antes de haber sido impregnado con la mugre del descuido. Su vestido, sucio y descolocado, era de marca, vestido caro de diseñador de moda. Uñas esmaltadas por profesional y joyas de diseño. Seguro que no era de mi barrio. ¿Su edad? Diría que estaba por los cuarenta.
            Enfrente, había dos más: una señora de unos 50 años, bastante obesa, y por su aspecto descuidado y sencillo, de clase obrera, diría que, por sus manos estropeadas, conseguía sus ingresos limpiando, pero llevaba un medallón de oro medio escondido que no correspondía con su capacidad de adquisición. Un discreto corte de pelo y un tinte casero castaño concluyeron el retrato mental que iba haciendo de esta mujer, como ya lo había hecho de las otras. La última, más joven, mostraba un atrevido tinte rojo y sus ropas eran demasiado excesivas para una vida ordinaria ¿Camarera de noche?
            Empecé a recapitular: seis mujeres de unos quince, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta años, distintas complexiones físicas, distinto color de pelo, distinta posición social. Constituíamos un muestrario para qué, para quién. Adivínalo.

RESET (Tercer dígito)
Comenzó a entrar gas por algunos orificios en techo y suelo hasta que perdí la consciencia. Todo se volvió vacío. Nada.

INTERACCIÓN (Cuarto dígito)
Volví a recuperar la consciencia al oír el sonido de algo metálico arrastrado por el suelo. Abrí como pude los ojos y en el centro del habitáculo pude distinguir una sola bandeja oxidada con algo de comida y un cuenco con agua. Lentamente se acercaba, arrastrándose con dificultad, la muchacha del pelo azul.  Intentaba no hacer ruido para que no despertáramos, pero me pilló mirándola y se paró, esperando mi reacción. La pelirroja continuaba gimoteando en su rincón. La rubia tumbada a mi lado seguía sin recuperar el sentido, en la misma posición que la vi antes de perder el conocimiento. A las otras dos no las podía aún distinguir con suficiente nitidez. Me incorporé para acercarme a la bandeja y coger algo de comida. La del pelo azul se incorporó y me clavó una mirada retadora. Acerqué despacio mi dedo índice a mis labios y ella rápidamente comprendió: nos repartimos la poca comida y el agua de la bandeja entre ambas.
            A pesar del olor a heces y a orines que empezaba a ser nauseabundo, comimos con ansiedad. Tal vez sería nuestra última comida.
            Cuando estábamos acabando con lo que había en la bandeja, de repente cambió la luz del recinto, una luz blanca, intensa, cegadora nos hizo cerrar los ojos. Sin movernos del centro del espacio, intentamos acostumbrar los ojos a esta nueva luminosidad y descubrimos que en las paredes había unos rectángulos que parecían puertas: dos en cada pared.
           
PRIMER INTENTO (Quinto dígito)
Mi joven compañera no lo dudó, se levantó de un salto y se acercó a cada una de las supuestas puertas, pero estaban herméticamente cerradas, no tenían pomos, ni cerraduras, ni cerrojos, ni aparentemente ningún dispositivo que permitiera abrirlas desde dentro. Daba vueltas y vueltas por la habitación tocando las paredes. Era la única que parecía tener motivación para hacer algo que le permitiera escapar del encierro. La única.


 A LA SALIDA (Sexto dígito)
Tras un rato sin conseguirlo, decepcionada, se sentó en una esquina, abrazó sus rodillas y hundió la cabeza entre sus brazos. Yo mientras, sin moverme del centro de la habitación, seguía analizando la situación: ¿por dónde habían introducido la bandeja? Me quedé con la mirada fija en las botas Dr. Martens que llevaba mi joven compañera y, para mi sorpresa, descubrí que estaba sentada sobre una chapa encajada en el suelo. En ese momento, la luz se apagó y volvió la oscuridad. Me acerqué a ella a tientas y le susurré cual podría ser la salida. Se levantó como movida por una descarga eléctrica y nos pusimos a arrastrar el chapón hacia un lado para dejar un hueco suficiente para su menudo cuerpo. Ahora, además de las ocho salidas inservibles teníamos una más que esperábamos fuera la que nos permitiera la huida.

NO TODOS LLEGAN (Séptimo dígito)
Según lo retirábamos, una intensa luz iba iluminando la estancia. Miré hacia el techo, al lugar de donde provenía el rayo blanco. Estaba en un plano simétrico con el de la trampilla que estábamos abriendo, con un eje imaginario en el centro de la habitación. No entendíamos el efecto ni el mecanismo que provocaba esa reacción, pero no nos paramos a pensar, la chica sin dudarlo se introdujo en el hueco y quedó en volver a contarme que había visto antes de alejarse demasiado, pero no había desaparecido completamente cuando la luz cenital se oscureció y no me dio tiempo más que a ver cómo desaparecía por la trampilla y caía detrás de mí desde el hueco del techo para encontrarse de nuevo en el mismo habitáculo del que salió. Me quedé inmóvil. Nos miramos. No podíamos comprender qué estaba ocurriendo. Con el golpe de la caída, aunque la altura no excedía de tres metros, dos de las mujeres que estaban con nosotras se levantaron: la pelirroja llorona y la que tenía aspecto de mujer de la vida. Sorprendidas, nos miraban esperando una respuesta que no podíamos darles. Las otras dos ni se movieron. Me acerqué a la rubia que nunca llegó a despertar en el tiempo que llevábamos ahí y comprobé que no respiraba. La señora obesa, esta vez tampoco se movió, no pudo aguantar la tensión y las drogas que nos hacían inhalar de vez en cuando. Ya solo quedábamos cuatro. No todos llegan al final de juego.

LA HABITACION DE MISNER (Octavo dígito)
Recordé haber leído una explicación de los universos paralelos, similar a los agujeros de gusano: “La habitación de Misner”. Una explicación teórica para viajar en el tiempo: un universo simplificado en una habitación para entender el mundo y aplicar sus leyes. Cuatro paredes que se repiten infinitamente y si se mueven nos llevan a viajar en el tiempo, pasando de una a otra. Pero ¿la chica del pelo azul es la misma que salió por la trampilla? ¿Ella ha encontrado a las mismas compañeras de encierro con las que estaba cuando salió? ¿Tenemos la misma hora en nuestros relojes que ella? Tú, que nos observas desde fuera ¿que crees?

LIBERACIÓN
Gracias al código de ocho dígitos que acabas de adivinar, las cuatro mujeres que quedan podrán salir del encierro, su castigo está cumplido. Espero que este tiempo de reflexión les haya servido para enderezar sus mediocres y desastrosas vidas y finalmente hayan aprendido que solo con disciplina y cumplimiento se obtiene la verdadera libertad. Nos vemos en París.

TECLEA EL CODIGO
## / ## / ####

Si el caso es que no has adivinado el código, ya pueden empezar a rezar si son creyentes o a despedirse del mundo si no lo son, pues una vez tecleado un código erróneo la habitación se bloqueará y se convertirá en su tumba, y tu habrás perdido el juego. No nos veremos y, quizá, ya no exista París.

EPÍLOGO
Solo quienes han sufrido secuestro y reclusión sin conocer ni entender los motivos y han llegado hasta el punto de estar convencidos de que no había futuro, pueden entender lo que sienten los personajes de este juego. Y en sus mentes jamás desaparecerá la fecha de su liberación si fueron de los afortunados que sobrevivieron al macabro juego de alguien que se creyó JUEZ de la historia. Quizás tu hayas encontrado la clave de la libertad. O quizás, tengas que volver a jugar para encontrarla.

► SALIR

VOLVER A JUGAR


Publicado en el Vol. VIII y último de GENERACIÓN SUBWAY : BYE, BYE, ANTÍGONA
VV.AA. Coordinado por Mónica Sánchez

Epifanía de un cuento estructurado

Si escribo un cuento debo inexcusablemente buscar un conflicto que le dé sentido y nombre. Mientras escribo, se va narrando en el texto mi propio conflicto: ¿si no subyace un conflicto explícito esto que escribo no se llama cuento? ¿no es digno de ese nombre? Y este razonamiento me lleva a iniciar la búsqueda de una categorización para el texto que ahora tecleo.

Una vez llegados aquí se precisa un punto de giro, así que me pongo a girar hasta que la brújula cambia de orientación aun sin haberme movido de donde me encontraba. Una vez introducido en el pre-giro el texto al que cuento no puedo llamar, continúo buscando un desarrollo escénico-temporal y el personaje principal o protagonista que identifico fácilmente centrando la idea de que sea el propio texto. Y otro que le acompaña para ayudarle a conseguir su éxito o, lamentablemente, a fracasar. Me decido por un personaje facilitador que será quien encuentre este escrito tirado, abandonado sobre una mesa del Starbucks de la plaza de Neptuno, a las seis y media de la tarde.
El tal personaje que lo encuentra echa una ojeada a su alrededor, coge el texto ajeno con curiosidad primero, con avaricia después y lo esconde en su bolsillo. Pide el té chai latte con leche de soja y pastel de zanahoria y se sienta, relajado, en un cómodo sofá con cara de autor consagrado. Saca el texto hurtado y se pregunta antes de abrirlo: ¿qué será esto? Es el preciso instante en que se descubre el conflicto que hace digno de su nombre a este cuento: Cuento. Me llamo Cuento.
Costaba hilar las frases, pero no por mor de lo estético, sino por encorsetar las ideas a las normas, buscar conflicto ¿es esto un conflicto? buscar puntos de giro, desarrollar, buscar cierre con epifanía. Por dónde empezar. A estas alturas, tras veinte líneas, aún estoy preguntándome qué es lo que quiero contar. Por descontado evitando lo abstracto, que lo personal y concreto tiene más tirón. Y es que la teoría me ha calado, pero no es suficiente.
Se me acaba de ocurrir al releer lo que hasta aquí ha salido que estoy escribiendo al estilo del soneto que mandó hacer Violante, con la esperanza de terminar con tamaño éxito. Cuando menos con el ejercicio de una práctica que agilice mis dedos y mi arte de la costura de palabras. Dicen que el bloqueo es la peste del escritor, bueno, no, la peste no, solo la anemia. Y, tras echarle unas vitaminas, el ejercicio y el entrenamiento constante es lo que da la forma y las medallas. En eso estamos.
Y ya voy impacientándome porque se acerca el segundo y final punto de giro y aún no he resuelto la trama.
Aquí, ya sin remedio, tengo que realizar el giro que puede salvarme o llevarme a la desgracia. Veo cómo el cuento se escapa de mis manos, de mi control, y se encuentra inoculado en la cabeza del lector que ahora lo está leyendo.



No acierto a adivinar por qué parece que este cuento me habla a mí y cómo ha detectado que lo estoy leyendo yo. Ciertamente desde el inicio de la lectura tuve la sensación de que era a mí, al lector, a quien se aferraba para salvar la vida y, desde luego, si he llegado hasta aquí, es porque me ha traído a donde me quería llevar que, por lo que es evidente ya, es al fin del cuento. Ahora ha llegado el momento de preguntar: ¿he leído un cuento?

domingo, 23 de abril de 2017

CINCO CUARTOS



“…habría que fatigar los recursos del idioma inglés y bandadas enteras e ilegítimas de palabras tendrían que nacer a la vida antes que una mujer pueda decir lo que sucede cuando entra en un cuarto. Los cuartos difieren tanto… Porque las mujeres han estado sentadas ahí adentro, 
todos estos millones de años.”

Virginia Woolf

Un cuarto propio, 1929








Mi jefe se había empeñado en que lo vintage vendía y, con su habitual seguridad en sí mismo, nos comunicó que los de mejor presencia, bueno, los que podíamos permitirnos un traje presentable y mantener una conversación sin atorarnos, teníamos que ir a vender libros por las casas. Como en los sesenta. Y ahí me tenéis pensando cómo haría para ir de puerta en puerta, en la era de las redes sociales y de los e-books, intentando vender libros al viejo estilo; cómo conseguiría superar la primera barrera que supone entrar en un portal elegido al azar, para después poder situarme delante de la puerta de uno de los vecinos de esa comunidad. Salí a la calle con una cartera llena de libros y comencé a caminar hacia el metro.

CUARTO NÚMERO 1

Viendo pasar las estaciones, me acordé de lo que siempre le oía comentar a mi madre: que los ancianos siempre abren a los repartidores de publicidad, así los adviertan de lo peligroso que puede resultar dejar entrar en casa a un extraño, que casos se han dado que se pueden ver a menudo en los periódicos. Animado por este razonamiento, me bajé en la estación de un barrio antiguo, de casas construidas en la postguerra con material de derribo y calles estrechas con tiendas de barrio por las que pasean ancianos encorvados en sus bastones. Y como había supuesto, el primer portal al que llamé se abrió sin dificultad. No tuve siquiera que decidir a qué piso subir ya que la portería estaba abierta y allí mismo me colé. Era un cuarto oscuro que olía a humedad y a caldero de sopa cociendo en la cocina. Mesa camilla con faldas de flores y un plástico redondo armado sobre un tapete de ganchillo para proteger del polvo y las manchas. Un frutero de cerámica imitando una cesta pretendía dar un toque hogareño con frutas de cera desconchada en su interior. Las paredes que fueron un día de papel pintado, habían sido repintadas encima para adecentar a bajo coste el cuartito. Sobre el radiador, ropa interior recién lavada dejando ese olor a jabón de los recuerdos, intentaba secarse, a pesar de haber sido dejadas sin cuidado unas prendas sobre otras. Una sola silla para una sola anciana, qué necesidad de más. Una vida solitaria que había visto más de lo que una quisiera, allí en la entrada del edificio gastado, como ahora lo estaba la portera.

       - ¿Qué hace aquí? Me preguntó al verme, sorprendida, apoyada en un par de muletas.

       - Le traigo un libro de poesía que le va a encantar, para leer cuando se sienta sola.

       - Para poesías estoy yo … ¡no ve que mi vida es ya todo un poema!



CUARTO NÚMERO 2


Evidentemente, no había acertado con la técnica de venta adecuada. Subí al primero cuando vi salir a la portera con un capacho a la calle. Se podía oír una melodía interpretada con maestría al piano y decidí pararme a escuchar. En una pausa, llamé al timbre. La puerta tenía una mirilla de bronce que oí manipular y abrir desde el otro lado. Aparecieron unos ojos tristes y azules tras las filigranas del enrejado.

      - ¿Eres tú, Plácido? ¡Qué alegría! Sabía que no tenían razón, que no te habías ido, que era              cuestión de tiempo que volvieras por mí.

      -   Le traigo…, querida, te traigo, para compensar mi tardanza, un bello libro de poemas. El tiempo ha pasado sin consciencia porque buscaba el más maravilloso libro de poemas para ti, el que mejor podía encajar en tus prodigiosas manos de pianista, y cuando encontré el que buscaba, el que te merecía y solo entonces, me decidí a volver.
Desapareció su mirada emocionada de la mirilla y oí un fuerte golpe contra el suelo. Apretando el libro en mi mano me encaminé de nuevo hacia la escalera.



CUARTO NÚMERO 3



Cada descansillo tenía dos puertas, una en cada extremo. Las mirillas parecían estar observándote mientras pasabas por delante para acceder al piso de arriba. Estaba ya en el tramo de escalera que llevaba al tercero cuando escuché que alguien chistaba desde abajo.

― Chhhss, chsss, oye, baja…

― ¿Es a mí? Pregunté incrédulo.

― Si, a quién va a ser… ¿hay alguien más en la escalera? Vas a ver a la hija de Doña Rosa ¿verdad?

― Yo, eh, bueno, sí le traigo libros… ¿le gustan a usted los libros?

― Pasa, entra, no quiero que me vean contigo.

El cuarto era oscuro y hacía frío. Rocé con el brazo una pared y la sentí húmeda, tenía la sensación de que el pasillo se estrechaba para tocarme, para identificarme, para desentrañar el error de mi presencia allí. Los balcones estaban ocultos tras sendos cortinajes de terciopelo verde raído. Sobre la mesa de madera una bombonera vacía daba un aspecto triste al cuarto. Le alargué un libro que ignoró para decirme:



― Dile a esa fresca de Doña Rosa que todos en el edificio sabemos lo que busca invitando

a jóvenes para las clases de su hija, esa hija que nunca ha existido.



Salí atropellado del cuarto mirando de vez en cuando hacia atrás, con temor, sintiendo que no llegaría nunca a la puerta. Solo me tranquilicé cuando me encontré de nuevo en la escalera. Pasé tan rápido como pude el tercer piso y me abalancé a la claridad del cuarto.



CUARTO NÚMERO 4



El cuarto era el último piso del edificio, por la ventana de la escalera entraba una gratificante luz. Me aliviaba después de la oscuridad de los primeros cuartos visitados. La puerta de la derecha lucía una chapa dorada en la que se podía leer: FOTÓGRAFO. Llamé tímidamente con los nudillos, casi deseando que no me abrieran. Una voz me indicó que entrara, estaba abierto, y que esperase en la salita. La salita tenía un sofá y dos sillones de estilo. Por encima de estos, un espejo de marco dorado ampliaba la sensación de espacio. Las paredes enteladas y las fotografías repartidas por la habitación, daban un ambiente acogedor a la salita. Saqué un par de libros mientras esperaba y cuando al fin entró el fotógrafo, me saludó efusivamente:

― ¡Al fin ha llegado con los libros! Ya pensé que llegaría tarde y me estropearía la escena. Están a punto de llegar para la foto. Deme, deme los libros ¿Cuántos ha traído? Veinte…pueden valer. Muy bien, me apañaré con estos. Gracias caballero. Dígale al viejo Matías que me pasaré mañana a saldar cuentas. Y ahora, váyase, por favor, que están a punto de llegar los clientes. Adiós, adiós… dijo empujándome hacia la puerta.



CUARTO NÚMERO 5



Me quedé pasmado, sin los libros, mirando a la puerta situada enfrente en el descansillo. En ese instante llegó el ascensor y de él salió la portera que, sin reconocerme, me invitó a seguirla para enseñarme la casa. En la puerta se podía ver un pequeño cartel rotulado a mano, con letra insegura, que decía: SE ALQUILA.



― Pase, pase, esta vivienda es la mejor del edificio, el cuartito es exterior y desde el balcón puede ver toda la calle hasta perderse en el horizonte. Bonitas vistas del atardecer. Limpio, reformado, cómodo y muy acogedor para gente joven, como usted. Buenos vecinos en la comunidad. Va a estar muy contento de vivir aquí. Hasta podría escribir un libro con las historias de esta escalera…porque tiene pinta de escritor … ¿a qué he acertado? Tantos años en la portería me han dado un buen ojo para la gente. Si yo le contara…



Y lo alquilé, aún no sé qué me llevó a aceptar, pero aquí estoy, de pie, tratando de imaginar cómo debe quedar mi propio cuarto para que yo pueda encajar en él, para que me abrace cuando llegue cansado por la tarde y me invite a sentarme en el sillón mirando al balcón, disfrutando el atardecer año tras año, pensando en qué impresión sacaría un extraño que entrara por primera vez en él. Un escritorio al lado del balcón, la luz entrando por la izquierda, un portátil, un flexo, una máquina de café de esas de cápsulas que se llevan ahora en una mesita auxiliar detrás del escritorio, paredes forradas de estanterías llenas de libros y una butaquita enfrente del escritorio para cuando suba la portera.

Publicado en GENERACIÓN SUBWAY
Volumen VII
Homenaje a Virginia Woolf
Playa de Ákaba, febrero 2017




sábado, 22 de abril de 2017

PARADOJA





Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de Biblioteca, lo que nunca pasó por mi imaginación es que el infierno también lo sería. Y aquí estoy, subiendo y bajando escaleras con la única misión de colocar ingentes cantidades de pesados tomos cuyo interior no contiene más que hojas en blanco. Son las historias nunca contadas, los razonamientos perdidos por la desgana y la abulia, los poemas que nunca se dijeron para conquistar un corazón, la emoción seca en la punta de una pluma abandonada.   


Mención Especial II Concurso de Microrrelatos Año nuevo vida nueva
Publicado en  BITÁCORA El Muro del Escritor, 2017