Miraba
el escaparate todas las tardes al salir de clase. Me veía conduciendo a toda
velocidad por la carretera sobre la moto roja japonesa, con mi chica detrás
abrazada para amortiguar los tirones y frenazos. Llevaba todo el curso
esforzándome para conseguir las calificaciones que me proporcionarían el regalo
y hoy, por fin, ya las tenía. Sin abrirlas, se las di triunfalmente a mi padre.
«Hijo, como compensación a tu esfuerzo,
tu madre y yo te hemos comprado este libro.». Subí decepcionado las
escaleras, me tiré en la cama sin desvestirme y me dormí entre lágrimas,
deseando ser mayor y ganarme el dinero para comprarme la moto roja.
Me
desperté cuando el sol ya entraba por la ventana, parecía que sólo había pasado
un rato pero ya era de día. En la escalera se olía la panceta frita y los
huevos que estaba preparando mi padre para el desayuno. Realmente tenía hambre
y entré a toda velocidad a la cocina. Pero al entrar era mi mujer quien me
sonreía con dulzura mientras los niños devoraban su desayuno. Salí por la
puerta al jardín, al otro lado del seto los vecinos cantaban en medio de una
fiesta. Me asomé y allí estaban mis abuelos con los vecinos riendo y cantando, los
llamé pero no me oían. Intenté saltar el seto pero, en el otro lado, había un
precipicio y yo caía, y caía, y caía…
La
angustia me hizo abrir los ojos. Aún podía ver la penumbra de la noche con los
reflejos de la luz de las farolas de la calle. Había estado soñando. Sentía aún
la angustia de la caída en el estómago y el corazón acelerado. Aparté la manta
y me senté en la cama, no sin cierta dificultad. Al encender la luz de la lámpara
de la mesilla, puedo ver una foto antigua de una pareja el día de su boda, un
vaso de agua y un frasco con comprimidos. Me levanto, me coloco el batín sobre
el pijama y me acerco a la ventana: allí, en un rincón del jardín, abandonada,
duerme mi vieja moto roja, japonesa.