Normandie

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jueves, 26 de febrero de 2015

Renacimiento

Pero ya nada sería igual desde que descubrimos que había sido él, nuestro líder, ese que había abierto los ojos a la sociedad y había marcado un camino de esperanza, había sido él quien se había quedado con el dinero recaudado entre todos los que vivíamos en las chabolas para salvar al pequeño de María. Desde entonces supimos que ya no había esperanza y decidimos empezar de nuevo. Yo fui el primero que cambié mi cartera y mi corbata por unos vaqueros y una caja de herramientas para comenzar la reconstrucción del mundo. Los niños me siguieron con sus Meccanos.

Entregado por las aguas

El muñeco fue el primero en cerrar los ojos al caer en la acequia. La pequeña lo abrazaba con todas sus fuerzas  y le miraba con cariño. No tengas miedo, no te vas a hacer daño, yo te protejo. Mientras, una figura se alejaba caminando despacio, sin volver la vista atrás. Espero que alguien te recoja como a Moisés, el “entregado por las aguas”, y tu vida sea mejor que la que has sufrido a mi lado. Te quiero, mi princesita.

El viaje

Esperó hasta dormirse y soñó con otra Navidad. Al despertar, estaba sola en la cama rodeada de tubos de plástico y aparatos que no cesaban de hacer ruido. Tic, tic, tic. Se quedó mirando a una pantalla en la que se dibujaba un paisaje de montañas que iban pasando a su lado, como cuando viajaba en coche y miraba por la ventanilla. Eso la tranquilizó. ¡Qué suerte estar viajando!. Hace tanto tiempo…Ahora el paisaje montañoso ha cambiado a una interminable llanura. Se oye un pitido constante. Los ojos están cerrados.

Confianza

Se dirige a la jaula de los leones para demostrarle cuánto se equivoca, una vez allí, abre la portezuela que da acceso a la jaula y desaparece un momento de su vista. Los leones se remueven, sienten su presencia y se acercan como autómatas. El piensa lo peor, no debería haber dudado de ella, le cegaban los celos…, se acerca corriendo a la jaula cuando presiente por el rugido del macho que algo inminente está a punto de ocurrir.  Un solo disparo,  se le nubla la vista y cae. Ella siempre le había dicho la verdad.

miércoles, 18 de febrero de 2015

La caricia

Me encantaba pasarme las horas riendo y charlando con ella. Nos reíamos de todo porque todo lo amábamos y sentíamos que podíamos comernos el mundo, teníamos esa sensación de estar por encima de todo y de todos, nosotras, nuestro mundo, era lo único que nos importaba. Éramos tan jóvenes…

Cuando íbamos a clase quedábamos en la estación de Núñez de Balboa, íbamos en metro desde nuestras casas, y allí esperaba la que llegaba antes. La estación era oscura y gris, un poco agobiante, como son las estaciones por la mañana temprano, tan llenas de gente medio dormida, mal peinada por las prisas, corriendo desde los pasillos o esperando con abulia la llegada del próximo convoy. El olor a polvo húmedo y a metal de los raíles se unía al los perfumes mezclados con los sudores de los que no habían tenido tiempo para la ducha de la mañana, creando una ambiente nauseabundo.  Los viajeros apretados en el andén, leían, dormitaban, entretenían la espera fijándose en los demás o robaban conversaciones ajenas para pasar el rato.

En medio de esa monotonía, llegaba ella y, desde ese momento, dejaba de ver al resto, mi mirada sólo se centraba en los pasos que le quedaban para llegar adonde yo me encontraba. Todas las demás sensaciones desaparecían cuando nos encontrábamos y no parábamos de hablar, de cotorrear las dos a la vez lo que habíamos hecho la tarde anterior. Y no eran grandes aventuras ni excitantes actividades, pero eran nuestras vidas, nuestras sensaciones, nuestros aprendizajes juveniles. Nos encontrábamos como en una burbuja que nos aislara del entorno, como en un palco privado en el andén, a cubierto de las miradas de los demás.

A veces traía un bollo recién comprado en la panadería “para desayunar algo antes de clase” y yo la miraba cómo lo saboreaba casi con lujuria, cómo recogía con la lengua los restos de crema que le habían quedado pegados a las comisuras de la boca. Sentía el dulzor de la crema en mis labios mientras la miraba a ella. Un día, como tantos, empezó a saborear su napolitana de crema, pero se detuvo, me miró, me sonrió y me alargó un envoltorio que había mantenido escondido. “Una napolitana para mí… ¡para mí! Qué tía tan estupenda eres, ¿cómo se te ha ocurrido?”. Pero la guardé en mi bolsa excusándome “la dejo para el descanso, que yo ya he desayunado”. Me miró sorprendida y terminó su bollo de un bocado porque llegaba el metro y no podíamos perderlo. Me pasé toda la tarde acariciando el paquete con la napolitana dentro, recordando el sabor a la crema en sus ojos, la sonrisa al correr alocadas para no perder el metro.

Llegado junio se acabó el curso, se terminaron las clases, abandonamos los trayectos en metro hasta Núñez de Balboa y la caminata hasta el instituto. Finalizó una época, una fase, un ciclo que siempre recordaremos y no volveremos a vivir. Se olvidó nuestra amistad, nuestra pasión, nuestra dependencia. No volvimos a vernos, a reír, a hablar, a compartir. Se separaron nuestros caminos, se alejaron nuestras vidas, maduramos y crecimos, nos hicimos mayores.

Ayer volví a coger el metro en Núñez de Balboa, tengo treinta años más que los que tenía en aquel curso, pero al bajar al andén y volver a sentir ese olor tan querido en otros tiempos, se ha abierto la  espita del cofre que guarda los recuerdos vividos y me ha hecho sonreír primero, reír después reviviendo en mi interior ese año de juventud loca y adorable. Y me he contagiado para todo el día, irradiando un halo de alegría, disfrutando los momentos, los olores, los sonidos, la belleza de los púrpuras y violetas del cielo en el ocaso mientras volvía a casa. Auténtica inyección de juventud.


Nunca me comí aquella napolitana. Habría sido como profanar la experiencia mística del descubrimiento de los sabores, de los olores, del dulzor de un beso robado, del tacto de un pelo suave recién lavado oliendo a flores en medio del atropello de un día en una ciudad fría y hostil. ¿Volveré a encontrármela en cualquier estación de metro, esperando al convoy, comiendo una napolitana de crema? Seguro que sí, pero, por si acaso, voy a la panadería a comprar una por si llegara de pronto con las manos vacías.