Normandie

Normandie

lunes, 19 de enero de 2015

Donde mis pasos me llevan

Una mañana me desperté y decidí ir a comprar el periódico, así que salí de casa en dirección al quiosco ubicado al lado de la boca de metro. Vivo en un barrio al este de Madrid en el que todos nos conocemos, es como un pequeño pueblo dentro de la gran urbe en el que casi todos los que tenemos mi edad hemos nacido, cuando nuestros padres llegaron de los pueblos de las provincias que la rodean buscando trabajo para progresar en la vida. Somos los hijos de la inmigración de los años cincuenta y sesenta a las ciudades, de horas y horas de trabajo en  pluriempleos que daban para sacar adelante familias de cuatro o cinco hijos y aun así había hueco para compartir vivienda con los abuelos y algún tío soltero. Como las casas no pasaban de setenta u ochenta metros, se estiraban las habitaciones con toda suerte de ingenios para ocultar camas en lugares inverosímiles: bien se desplegaba una cama al abrir la puerta de un armario o aparecía tras la puerta baja de la librería del cuarto de estar, o se llenaba un dormitorio de literas cruzadas, camas turcas, sofás-cama y toda suerte de camas desplegables, para conseguir colocar a las ocho personas o más, que habitaban ese piso.

Bajé las escaleras y me encontré al portero limpiando los buzones de correo en el descansillo “Buenos días. Está fría hoy la orilla para salir tan temprano”. Anselmo, siempre tan amable y dispuesto. Al fin y al cabo, ese era su trabajo: limpiar la escalera y el portal y asegurarse de controlar el tráfico de entrada y salida al bloque con la autoridad que le dotaba el puesto y ese uniforme gris de portero de la finca, amén de ayudar con solicitud a cada ama de casa cuando volvía cargada con el carrito de la compra desde el mercado de Canillas.

Tomé la calle hacia la Iglesia, es cierto que hacía un frío del demonio, debería haberme cogido la bufanda y los guantes de lana que me había hecho mi madre para mi cumpleaños. En la puerta de la Iglesia, además del mendigo habitual, estaban dos de mis amigos con las bolsas de deporte en el suelo, charlando. Por su aspecto despeinado, estaba claro que se habían pegado un madrugón y habían salido de casa con las sábanas pegadas y el chándal puesto con prisa y desgana, y que se habían saltado el paso por el baño para limpiarse al menos las legañas y pasarse el peine. “¿Qué haces por aquí a estas horas? Si fuera por mí aún estaría sobando. Pero ya que has madrugado, podrías venirte al partido y así al menos tenemos algún animador y luego nos vamos a tomar unas cañitas” Sin pensármelo dos veces, asentí y quedé con ellos en la cancha del colegio en donde se jugaba el partido. Como aún quedaba más de una hora, pensé en tomarme algo caliente y me dirigí a la churrería que está a dos manzanas de la Iglesia. “Un par de churritos calentitos me caerán bien con este frío.”

Mis pasos me llevaron, no obstante, a la calle Alcalá, justo en sentido opuesto a la churrería. Había salido el sol, el día estaba precioso, así que me deleité paseando por la acera, mirando los escaparates. Como era pronto, no había demasiada gente en la calle ni tampoco mucho tráfico, se agradecía el silencio, bueno si podemos entender que llamamos silencio en una ciudad a la sensación transitoria de un momento en el que se reduce el ruido habitual. Pasé por delante de la plaza de toros de las Ventas, la Monumental como le dicen en la tele, cruzando varios puestos que estaban montando porque seguro que por la tarde habría corrida a las cinco. Al final de la plaza, vi un quiosco de periódicos y me di cuenta de que aún no lo había comprado.  Seguí caminando hasta llegar a Manuel Becerra donde se me ocurrió que podría ir al parque de la Fuente del Berro, allí hay una gran variedad de árboles y lo que más me gusta: los pavos reales. Cuando te acercas, puedes oír el graznido de los pavos y, si tienes suerte, ver a los machos desplegando el abanico azul eléctrico que tanto gusta a sus descoloridas hembras. Un guarda, al verme, me dijo que si le podía echar una mano con la verja, estaba solo y la verja del estanque de los patos se había caído y no la podía sujetar solo. Yo, claro, accedí a sujetarle la verja mientras él clavaba las estacas y fijaba la malla metálica de nuevo.

Llegó la hora de la comida y yo seguía en el parque y no había comprado el periódico.

En mi casa se le daban múltiples usos al periódico, una vez leídos los sucesos mi padre lo soltaba y comenzaba la pelea entre mis hermanos para conseguir los pasatiempos y las viñetas de humor. Mi madre miraba los anuncios, nunca supe qué buscaba en realidad, y luego separaba las hojas, las rompía en diferentes tamaños y los guardaba en el cajón. Una hoja serviría para envolver los plátanos en la nevera que, según la vecina del tercero, hacía que se conservaran mejor y no se pusiera negra la piel, otras para limpiar los cristales: “No hay nada como el papel de periódico para que queden los cristales brillantes y transparentes”. En fin, que no había dinero y se sacaba partido de todo.

Por aquel tiempo, aún estaba estudiando y no sabía, ni tenía medio claro, a qué me dedicaría en el futuro para ganarme los garbanzos. Me distraía con cualquier cosa y me entusiasmaba  con todo aquello que se cruzaba en mi camino. Pensaba que algo encontraría en los anuncios que leía mi madre con tanto interés.

Pero llegado el momento de tomar una decisión, tenía que elegir si seguir estudiando o buscar un empleo. Y tras este gran enigma, aparece el siguiente: qué carrera o qué empleo buscar. En este estado de ánimo me encontraba cuando me llamó mi amigo Nacho para pedirme que le acompañara a la ciudad universitaria para hacerse la matrícula para Químicas. Y ahí me encontré, haciendo una reserva de matrícula con él porque igual no estaba tan mal estudiar Químicas. Con todos los papeles en la mano, nos dirigimos al aparcamiento para coger el coche en el que habíamos ido, su seiscientos de tercera mano, y en el que pensábamos volver a casa, pero las cosas nunca son tan fáciles y el seiscientos no quería arrancar. “Quédate aquí tu mientras yo busco un taller por aquí para que vengan a ver si lo pueden arrancar con las pinzas. Esperemos que se trate de la batería” le dije.

Desde aquel día, Nacho no me ha vuelto a hablar, porque le dejé allí, esperándome hasta Dios sabe qué hora. Mientras él me esperaba, yo encontré trabajo ese mismo día. No llegué nunca a un taller, ya que no tenía ni idea dónde ir a buscar uno, pero según iba caminando por Moncloa vi un cartel en un bar que decía que se buscaba un camarero experimentado. Sin dudarlo, entré y me ofrecí para el puesto. Como no tenía nada urgente que hacer y aún era media mañana, me colocaron detrás de la barra a servir cafés y cañas. No sé cómo les pude convencer de mi larga experiencia en el sector, creo que estaban realmente necesitados de ayuda y por el salario que ofrecían y el tamaño del negocio, aparte del aspecto amarillento y desgastado del papel pegado en el cristal con un cello medio despegado, era seguro que ya habían declinado el puesto más de diez antes que yo.

Y sirviendo cafés y bollos para desayunos y meriendas y cañas y tapas a mediodía y al anochecer pasaron las semanas. No venían muchos clientes, pero los que venían eran parroquianos habituales que ya me habían contado sus acabadas vidas y sus lúgubres existencias. El barrio era gris y sucio, el paso elevado de vehículos hacía que los gases que emitían a todas horas entraran por las ventanas de los pisos al abrirlas para airear las habitaciones, por lo que la mayor parte estaban siempre cerradas y llenas de polvo negro graso. Como, además, llevaba un tiempo sin llover, una boina de contaminación hacía de tocado, ocultando el azul de un cielo presuntamente existente más allá de la masa de gases.

Sin embargo, esta tampoco iba a ser mi vida. Faltaba por llegar aún esa tarde en la que apareció una chica joven, con aspecto de adolescente con la carpeta apoyada en su pecho y el bolso de lana tejida colgado del hombro. Llevaba vaqueros y camiseta: uniforme de estudiante y pidió un té con leche. Era la primera vez que me pedían eso y yo, claro, ni idea, pero ya había salido de situaciones como esa con un tanto de ingenio y mucha improvisación. Busqué la mejor copa que encontré en el armario, que vino a ser una copa de champán que seguramente ni se había estrenado aún. La limpié hasta sacarle brillo y la llene de leche caliente y espumosa. Si con mucha espuma, para que viera que somos un establecimiento con categoría. Busqué en el cajón y encontré unos sobrecitos con unas etiquetas de colores colgando de un hilo. Me lo pensé bien antes de coger uno: el naranja era un bonito color así que me decidí por ese y lo coloqué con estilo en la copa. Añadí una caña de color azul que conjuntaba bien con el naranja y se la coloqué en la barra a mi joven clienta. Al verlo, abrió los ojos como platos, lo cual me satisfizo enormemente porque era un signo de que había acertado con la elección y había conseguido incluso sorprenderla. Después de esto, seguro que volvería. Pero, tras una sonrisa que no consiguió sujetar, llegó la carcajada  que me sorprendió de veras y, sin tomarse el té con leche que con tanto esmero le había preparado, salió por la puerta y  no la volví a ver por allí nunca más.

Fue desde aquel incidente cuanto comenzó mi obsesión con las mujeres. Ya estaba crecidito y aún no había besado nunca los labios rosados y jugosos de una chica.  Como no había mucha clientela en el bar, pasaba las horas hojeando el periódico. Y, tal vez por herencia materna, lo que más me entretenía era ver los anuncios por palabras. En esa sección es dónde encontré el anuncio de “Contactos” para solteros que buscan su pareja ideal, con garantías, ya que te hacen un perfil de manera muy profesional. Primero fue Ana, demasiado seria para mi, que bastante aburrido soy. Luego Mati, ¡qué loca!, imposible seguir su ritmo y además me costaba mucho dinero porque teníamos que ir de antro en antro y beber una copa al menos en cada uno. Sussy, Carmen, Matilde, Virtudes, Jenny,…  Se ve que el perfil no me lo hicieron tan profesionalmente como anunciaban, porque sigo buscando mi media naranja y no hacen más que ponerme en contacto con todo tipo de medias frutas que no hay manera de encajar en mi vida. Las ultimas con las que salgo me da que tienen un perfil más profesional porque no hacen más que mimarme y hacerme cariñitos, pero cada vez me salen más caras. He pensado que si en los anuncios del periódico encuentro un trabajo mejor pagado del que tengo, me sería más fácil retener a una chica, hacerla mi novia.

También fue de nuevo en el periódico donde encontré la solución a mis problemas: “Preciso socio para negocio de servicio de ciclo completo al cliente. Se requiere experiencia y habilidades en la compostura y presentación profesional de finados. Se valorarán aptitudes de trabajo en equipo. Se asegura inicio de tareas con material de primera calidad, entregado tras un minucioso trabajo bien hecho dentro de la sociedad. Limpio. Con precisión de cirujano. Se aporta buena cartera de clientes, siempre bajo pedido. Abstenerse titulados en criminología. Incorporación inmediata.”

            Acepté por supuesto el trabajo y me hice socio del anunciante. Yo me dedico a lo mío que es acicalar cadáveres para que luzcan lustrosos y presentables en el ataúd. Además estoy más que feliz porque la mayoría, si no todas, son mujeres con las que paso la mayor parte del día. La parte de mi socio, es suya. No me meto en ella, cada cual a lo que sabe. El me llama cuando se precisan mis servicios y yo estoy dispuesto para dar lo mejor de mi arte en la composición y el arreglo. Me dicen que lo hago muy bien, que parece que las hago revivir cuando las presento.


Pero aun estando contento y a bien con mi socio, hay algo que no termino de ver claro en el negocio y es cómo le llegan a él los clientes, clientas a decir verdad, porque las finadas son siempre mujeres. Nunca hablamos de eso y yo no me atrevo a preguntar. Cuando lo pienso, creo que algo tiene que ver el periódico, porque desde que le enseñé los anuncios  en los que yo encontraba mis “contactos” el negocio va a toda marcha…