Normandie

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sábado, 20 de diciembre de 2014

El plumier

Era un plumier rojo. En la tapa aparecían dibujados un lápiz azul, un pincel amarillo y una pluma verde, de las antiguas: con palillero y plumín. Cuando lo encontré estaba colocado sobre la mesa del recibidor, ella lo había dejado allí para que lo viera al llegar. Me hizo mucha ilusión, por el detalle y por lo que significaba en mi vida un plumier de madera, de los que ya no se usaban. Me recordaba mi primer día de escuela, en el barrio. Mi madre cogiéndome la mano y antes de dejarme en clase, con un beso, me alargó un plumier nuevo con un lápiz y un borrador dentro. Nada más. Permaneció en mi cartera hasta que recogí mi título de ingeniero, con tiralíneas y compases y lapiceros de distintas durezas y grosores de mina.

Sin quitarme siquiera el abrigo, deslicé la tapa despacio, como si estuviera abriendo el cofre de un tesoro, intentando adivinar con cierta ansiedad qué guardaba ese plumier, qué había dejado ella dentro. Pero no había lapiceros, ni goma, ni sacapuntas, no había pluma ni pinceles, lo había dejado vacío. Vacío. Se me ocurrió entonces que el no guardar nada dentro quería decir que ella me ofrecía el plumier y era yo quien tenía que decidir con qué lo iba a llenar, qué objetos eran dignos de albergarse dentro. Sentí un estallido de emoción que me empujó a elaborar una lista de objetos. Me quité el abrigo, me hice un té y me senté en el sofá del salón con libreta y pluma para empezar a escribir la lista. Cuando ya llevaba una buena colección de objetos, me paré y comencé a revisarla desde el principio, objeto tras objeto. Entonces, mi entusiasmo inicial cambió a desazón: ninguno se merecía quedar fuera, ninguno era digno de ser el elegido.

Los siguientes días, cuando llegaba a casa terminada la jornada, decidir qué era digno de ser guardado en el plumier se convirtió en una obsesión, tenía que descubrir qué era lo que yo realmente consideraba que debía custodiar el plumier, algo que me fuera muy preciado. Algo muy importante para mí… ¿recuerdo del pasado? ¿significativo de este momento, del ahora?, ¿algo que permaneciera de mi en el futuro? Pretendía encontrar un objeto que me definiera, que me representara, que me distinguiera, una parte de mi cuerpo, un rincón de mi alma.

El invierno trajo días cada vez más cortos, el tiempo frío y gris impedía los agradables paseos del otoño y retenía a las gentes en sus hogares. Pero yo estaba sólo, hacía solo tres meses que había aterrizado en la ciudad y apenas conocía a nadie más que a mis compañeros de trabajo. Tras acabar la jornada, un “hasta mañana” cerraba toda posibilidad de acercamiento; ellos se dirigían a sus barrios, con sus amigos, con sus familias, y yo llegaba al apartamento alquilado, impersonal, frío, vacío. Decidí acercarme al centro comercial, allí habían abierto una papelería nueva que tenía objetos de diseño maravillosos. Entré a comprar algo para mi plumier: lapiceros de colores, chinchetas, pegatinas, clips, grapas, gomas, tinteros, todo me atraía y me dejé algunos euros porque todo me gustaba.

Pasé más de un mes dándole vueltas, pensando en mí, centrado en el plumier, hasta que una vez, al mirarlo, me vino su imagen a la mente, su sonrisa, el maravilloso regalo que me había hecho y que me tenía obsesionado. Entonces se iluminó la tarde y cambié de dirección, empecé a hacer una lista de objetos que quisiera ofrecerle a ella, que me la recordarán, que le pudieran entusiasmar.

Si pudiera venir a visitarme de nuevo…pero no podía defraudarla, cuando viniera, yo tendría algo dentro del plumier para ella.


Los días cambiaron y la desesperación por encontrar los objetos para el plumier se convirtió en alegría y deseo, empecé a escribir la lista de todo lo que quería hacer con ella: visitaríamos el zoo, iríamos al castillo, largos paseos en la feria de navidad entre las casetas, compraríamos adornos para decorar el apartamento, cocinaríamos juntos por las noches recetas inimaginables, dulces y deliciosas, iríamos a ver los patos del lago, tendríamos un perro, una casa abierta a los amigos, siete hijos que llenarían la casa de voces y juguetes,…

Entusiasmado, comencé a dar vueltas al plumier, deslizaba la tapa a derecha e izquierda, lo dejaba, lo cogía, pensé en llenarlo con los lapiceros de colores que había comprado y así lo hice: pero me pareció que quedaba demasiado pobre y uniforme, los saqué y metí la pluma que me regaló cuando nos conocimos, y el lapicero tan bonito que compramos en el museo, la goma “milán” nata blanca…no, no me convencía. Lo llené de canicas de colores, de billetes de metro compartidos, de chinchetas y clips de colores,…sin prestar mucha atención, lo vacié y deslicé la tapa desconcertado; entonces me di cuenta de que la había colocado del revés, mostrando el interior: fue cuando apareció ante mis ojos un texto que ella había escrito y, obsesionado con llenar el plumier, no me había percatado de su existencia. Decía:

Las pequeñas ilusiones nos hacen renacer cada mañana.
 Guárdalas todas en este pequeño plumier


Cogí la pluma, y en un posavasos que guardé de la última cerveza que tomamos juntos escribí: “Guardo aquí mi corazón para ti, para que te lo quedes cuando abras el plumier”. Desde ese día disfruté cada instante del viaje al trabajo, de la tardes paseando y descubriendo la ciudad, de todo lo que iba a mostrarle cuando ella viniera.



lunes, 8 de diciembre de 2014

Promesa cumplida

Había escrito cien veces: te quiero. La primera vez, cuando la conoció. La segunda, en su primera cita. La tercera, cuando la besó. La cuarta, en la arena de la playa. La quinta, la primera vez que unieron sus cuerpos en llamas. La sexta, cumpleaños feliz. La séptima, vivan los novios. De la octava a la octogésima,  una por cada celebración junto a un beso. Desde la octogésima, ella ya no las leyó. Ayer escribió la  centésima, la guardó en el joyero junto con el resto y, sentado en su sillón, paró su corazón con una sonrisa.

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Las manos

Poseía pocas cosas, todas ellas eran objeto de su cuidado y su amor: Un pequeño huerto con alberca, una casita aneja al huerto, un pequeño corral con un par de cochiqueras, un gallinero y un establo con dos cabritillos. Aunque, realmente, su posesión más preciada eran sus manos.

Siendo aún una niña, su madre le colocó un delantal y la envió a servir como niñera para ganarse unas pocas perras para la familia. Era muy pequeña, tanto en edad como en estatura, por ello le tuvieron que buscar un escabel para que alcanzase al fogón y a la pila de fregar. Le encomendaron el cuidado de una pequeña de dos años que correteaba torpemente por toda la casona y, como era enérgica y resoluta, acabó ayudando en todas las labores del hogar.

Tenía buena mano para los guisos, así que hizo de cocinera. Con cariño y pericia, conseguía unos recogidos magistrales peinando a las mujeres de la casona, así que también fue peluquera. Y en los pocos ratos libres que le quedaban zurcía y cosía como ninguna otra de las que atendían la casona, así que disfrutaba como costurera. No había arreglo que se le resistiera.

Pasaron los años y la niña que cuidaba encontró un marido, se casó y se marchó del pueblo. La casona se cerró y el trabajo se acabó. Por entonces, ya había formado una familia y tenía un hijo, un varón, así que dejó de cuidar la casona para dedicarse a su propio hogar y a su huerto. Era una casa humilde y pequeña en sus dimensiones pero grande cuando se trataba de acoger a todo el que pasaba por allí. Siempre había chavales del pueblo merodeando por el huerto  y ayudándole con la azadilla y dando de comer a los animales. Disfrutaba enseñándoles las tareas domésticas y para los chicos no había un entretenimiento  mejor. Siempre había un plato de migas o de cocido dispuesto para el que se quisiera quedar a comer con ella.

Un día apareció su hijo con una chica morena cogida de la mano. Madre, esta es la Pepi, que nos queremos casar si nos da su bendición. Lágrimas de emoción brotaron de sus ojos. Una ráfaga de imágenes pasó por su mente. La boda, un pequeñín en la familia, dos, tres,…qué bendición para ella que había trabajado tanto. Y así llegaron sus tres nietos. Por las noches, cansada de la dura jornada, cogía el ganchillo y tejía patuquitos, un jersey, una capotita para la nena. De sus manos salía su amor en forma de objetos creados con esmero. Con unas conchas que le trajeron de la playa, creó ratitas presumidas, quijotes y sanchos, para sus nietas. Con la aguja y el bastidor bordaba mantelerías con vainicas y punto de cruz que eran auténticas obras de arte, sería el ajuar para sus niñas.

Sin embargo, todo le venía devuelto. Su nuera no quería nada de ella. La odiaba. Por su sencillez, por su cariño, por su sabiduría,… no la soportaba. Impedía que su hijo fuera a verla, le tenía atemorizado. A veces él se escapaba del trabajo para acercarse a la casa de su madre, le llevaba fotos de las niñas, y aprovechaba para darle un abrazo. Pero a escondidas. Ahora sus lágrimas ya no eran de emoción, hervían al salir y le quemaban las mejillas.

Qué tristeza… miraba el huerto, los animales, sentía cómo iba envejeciendo y perdiendo las fuerzas poco a poco. Sufría, pero por dentro.
 
Hasta que una mañana apareció en la puerta la Pepi, su nuera, y le dijo que se había enterado de que su marido faltaba al trabajo, por su culpa, y que le iban a expedientar. La amenazó y la insultó. Incluso le exigió que antes de morir les diera el huerto y la casa que por ley en algún momento les tocaría. Su nuera en ese momento era la locura y la histeria en forma humana. El odio y la venganza en la palabra. El cuchillo y la herida en la mirada.

No supo qué decir, no pudo separar los labios. Lágrimas secas llenaban su mirada, pero no brotaban. Lo único que consiguió hacer fue, levantando sus manos, ofrecérselas a su nuera, para quedarse sin nada.  



Recuerdo...

Recuerdo que llovía a raudales cuando se apagó la luz. Mi abuela me estaba enseñando a bordar con el dedal y el bastidor, se levantó y se fue a buscar una vela. Eran aún las cinco de la tarde pero la oscuridad de la tormenta hacía parecer que era de noche. Los truenos retumbaban en el patio que se iluminaba repentinamente como si la luz intentara volver y no pudiera. Mi abuela volvió portando una candela que producía sombras que se acercaban con ella. Me tendió el impermeable, las hueveras de alambre y un pequeño monedero y me pidió que no me demorara porque necesitaba los huevos para hacer la cena. Como no había vuelto la luz, las calles estaban oscuras y a mí me parecía que las sombras que acompañaban a mi abuela ahora venían conmigo. Así, volviendo la cabeza a cada instante, llegue a la calle llamada “Calle de los arroyos” que por algo sería ya que estaba totalmente cubierta por un río de agua que alcanzaba hasta más de medio metro de las paredes de las casas. Solo tenía que cruzar la calle para llegar a la casa de la Amelia que era quien tenía las gallinas y vendía los huevos. Pero el pueblo había quedado dividido en dos orillas. Le pedí a las sombras que se acercarán ellas a comprar y les di las hueveras, pero se introdujeron en el torrente y me dejaron sola. Volví a casa asustada, sin los huevos, pero con una historia que contaros.

El avión y el poeta

Camino somnolienta para llegar un día más a mi trabajo, llueve y me arrebujo bajo el paraguas, creando ese espacio de intimidad que me separa del mundo y me hace sentir confortable en mi pequeño rincón. Cuando estoy a un metro de la entrada, la tormenta se silencia y en el cielo se dibuja un arco de colores que me hace sonreír. Un avión se esmera en jugar a traspasarlo emitiendo, en su esfuerzo, un rugido desesperado que ensordece y retumba en mis entrañas. “Avión de reabastecimiento en vuelo con capacidad para doscientos cincuenta pasajeros en maniobra de aproximación para tomar tierra” piensa el ingeniero. “Ave fénix renacida del agua y la magia de la paleta de colores esparciendo la alegría tras el aguacero” piensa el poeta. Recobrando la consciencia que une a ambos, poeta e ingeniero atraviesan la puerta que inicia la jornada.

Con manos de ingeniero modelo la estructura, conformo el mecanismo que hará a un cachalote de acero y fibra volar sobre las nubes. Con pluma de poeta convoco a los druidas y a las vestales para que obren la magia por los dioses concedidas a las aves, de elevarse hacia el éter retando a la natura. Y de la unión de ambos, ingeniero y poeta, acontece el milagro de la ingravidez antaño vedada a nuestras mentes.

Trascurre el día escondiendo al poeta y esperando a la noche, cuando el hechizo transfigure a ambos seres que tienen el destino de nunca conocerse aún siendo uno. Y cuando el pájaro de hierro renace en ave fénix, el universo se expande en mi ventana, los muros se desdibujan y desaparecen, los muebles en bosque encantado se reconvierten y la pluma del poeta inicia su relato.

Erase una vez…un avión ya desterrado que no podía volar. Sus cuadernas dañadas, dormían en un oscuro rincón, sucias y olvidadas. Soñaba con otros tiempos en que viajaba sobre los mares, atravesaba nubes y tormentas, y cumplía su misión sin agotarse. El piloto con mano firme le dirigía y le guiaba para soltar desde su portón trasero alimentos y material médico en países devastados. Tras acabar su vida, lo abandonaron y fue perdiendo su color a la intemperie. Su tristeza la puedo ver cada día cuando paso por su lado. Entonces, el poeta decide rescatar al avión y devolverle la vida.


Hoy es un gran día: alcalde y concejales, directores y empleados rodean al viejo avión ubicado en el centro de una gran rotonda. Acicalado y sustentado por un útil que iza su morro hacia el espacio, como si fuera a iniciar el vuelo, escucha cómo loan su historia y sus hazañas  y le encomiendan la misión de señalar la historia y el futuro en la entrada principal, para que todos lo saluden.