No puedo dejar de observarla.
Desde la primera vez que la vi me hipnotizó. Menuda, ensimismada, con la tez
arrugada por la sabiduría de sus días, recolocaba mecánicamente sus gafas para
ampliar el universo entre sus manos. Siempre hojeando un libro tras otro y
ordenando y reordenando los estantes. Es una librería pequeña, oscura, con un diminuto
mostrador en el que se apilan los últimos libros recibidos. Al fondo se abre una trastienda tan pequeña que apenas pueden entrar dos a la vez. Una silla vieja y
desencolada sostenía un sombrero y una bufanda que constituían el único ajuar
de la librera.
Yo no he tenido la suerte de
poder ir a la escuela. Desde muy pequeño mi padre me llevó al campo a trabajar
con él. Quizás por eso me fascinan los libros. Son bonitos, de muchos colores, y
al abrirlos veo muchas cosas que no sé interpretar pero que me atraen y quieren
llegar a mi cabeza.
Todos los días me acerco a
observarla desde el ventanuco que figuraba como escaparate. Intento acercarme
para pedirle a la librera que me enseñe los libros, que me pase el don de poder
descifrar lo que custodian en su interior. Pero no me atrevo. No puedo hablar.
Dicen que fue un mal de ojo que le echaron a mi madre cuando nací. Pero ella
siempre me cogía las manos con todo su amor y me decía cariño no les hagas
caso, eres un ángel y por eso no puedes hablar, porque las palabras del mundo
están podridas y sucias.
Hace un momento acaba de sacar un
libro de una caja de madera forrada de fieltro rojo. Debe ser un libro muy
importante. ¿Será el libro que cuente la historia de los ángeles? Tal vez explique por qué no salen los sonidos de mi
garganta. Me decido, cruzo la calle y cuando voy a empujar la portezuela,
siento un latigazo en la cabeza. Y luego nada. Oscuridad.
Cuando me despierto, le digo a
mi padre que dormita en una silla al lado de mi cama, padre tengo que ir ahora
mismo a la librería del pueblo. Necesito leer el libro de los orígenes. Me mira
con los ojos abiertos como platos. ¿Leer? Tú que vas a leer… Será la fiebre. Hijo,
tú no sabes leer y no puedes…no puedes… ¡hablar!
Acabo de salir del hospital y
en cuanto he llegado al pueblo, de una carrera me he acercado a la vieja
librería. Si, ahí sigue la librera. Por favor, hágame su ayudante, soy joven y
puedo mover y colocar rápidamente los libros y cargar y amontonar los que
llegan en cajas. Hijo, oigo muy mal, qué me pides. ¿Hay algo en lo que te pueda
ayudar? Claro, me he estado preparando para ser el librero y quiero que me
adopte y me enseñe las palabras de los ángeles. Las que están en todos estos
libros.